miércoles, 11 de abril de 2012

‘Glocalización’: la importancia de comprar patatas ‘made in Spain’

La búsqueda del beneficio sin otras consideraciones solo es factible con nuestra ignorancia y desidia.

Me disponía a recoger del estante una bolsa de modestas patatas en un conocido supermercado de Donostia, cuando se me ocurrió comprobar de dónde procedían los tubérculos, esperando confirmar que venían de Álava, tierra tradicionalmente productora de este fruto.
Para mi sorpresa, bajo la referencia del importador nacional, figuraba, en letra bien pequeña por cierto, el origen galo del producto. Un poco frustrado, rebusqué otras marcas y presentaciones con el mismo resultado: todas las patatas del supermercado, en sus diferentes variedades, procedían de Francia. De la frustración pasé a la intriga y dediqué unos minutos adicionales a comprobar el origen de los productos frescos que en gran variedad, se ofrecían en los expositores.
El balance no pudo ser más desolador.Salvo unas orgullosas manzanas reinetas procedentes de León, el mar de frutas y verduras era como una pequeña ONU de las hortalizas, con delegaciones de Holanda, Marruecos, Francia, Italia, Austria, Chile, Ecuador, Brasil, entre los que puedo recordar. Hasta las naranjas valencianas competían con unas lustrosas primas, venidas de Sudáfrica. Recordé entonces una noticia leída unos días antes donde se contaba que los camiones que llevaban patatas valencianas a Alemania, regresaban a la ciudad del Turia cargados ¿de maquinaria industrial?, ¿de productos químicos? No; venían de vuelta cargados de... patatas francesas.
Mientras nuestros políticos se dedican a pensar cómo recortar la deuda rampante o cómo reactivar nuestra maltrecha economía, me pregunto como ciudadano qué hemos hecho tan mal para haber creado un turismo europeo alrededor de la patata.
Algún economista me diría rápidamente que esto es un fruto de la globalización. Estoy de acuerdo, pero añadiría: de la globalización de la codicia descontrolada y la estupidez. Día tras día escuchamos impertérritos cómo nuestros agricultores y ganaderos luchan por sobrevivir con unos precios estancados y dependiendo para vivir, cada vez más, de las ayudas comunitarias que de la venta justa del fruto de su propio trabajo.
De esta forma, el mercado, ese arcano tras el que se esconden los vivales, recoge una cosecha ya subvencionada por todos nosotros y articula un tinglado tramposo que hace posible que las patatas que se cultivan a media hora de mi casa sean más caras que otras traídas desde Egipto.
El mismo economista nos dirá que es una cuestión de los costes laborales, de dumping social, etcétera, pero no nos dirá algo que a estas alturas de la película es obvio: que esa paradoja comercial motivada por la búsqueda del beneficio sin otras consideraciones solo es factible si cuenta con la complicidad de nuestra ignorancia y desidia, a partes iguales.
“En eso consiste el capitalismo”, nos dirá de nuevo nuestro economista de cabecera, pero el sentido común nos dice que deberían de existir otras formas más eficaces y justas de organizar las cosas.
Para empezar, estaría bien que el consumidor pudiese saber con mayor claridad cómo se forman los precios de los productos que consume y cuál es el impacto social, energético o ambiental de las transformaciones que sufre el producto en los diferentes escalones que van desde el productor hasta el consumidor.
¿Dónde esta la sostenibilidad de llevar un producto a un lugar situado a 3.000 kilómetros para volver cargado en el viaje de vuelta con idéntica mercancía? El consumidor debe saber dónde va el dinero que paga por lo que compra, qué parte de los impuestos al consumo se queda aquí y qué parte se va fuera.
Tal vez entonces, y por puro instinto de supervivencia, esté dispuesto a analizar y valorar los productos que paga y consume de una manera más global. Sus hábitos de consumo pueden variar si comprende que de ellos puede depender la sostenibilidad, no sólo del planeta, sino de algo tan cercano como la educación o la sanidad que se financian gracias a la recaudación fiscal. Mientras se discute si es necesario el copago sanitario o si gravar más el consumo con el IVA puede ser beneficioso o perjudicial para la economía, apenas se toman medidas efectivas para dar una transparencia a los mercados de forma que el consumidor tenga información suficiente para poder elegir soberanamente consumir productos cuya producción, distribución y comercialización esté directamente vinculada con el bienestar de la sociedad donde vive.
Pero para poder elegir con criterio no es suficiente sospechar que la formación de los precios está deliberadamente distorsionada, que lo está. Nuestra legislación fiscal hace tributar a las empresas sobre sus beneficios brutos —que en puridad son la resultante de la diferencia entre ingresos por venta y gastos de producción—, sin importar mucho cómo estos hayan sido conseguidos y cuál ha sido la huella social o ambiental, tanto positiva como negativa, del proceso productivo en la sociedad donde ese beneficio se ha materializado.
De esta forma, la fiscalidad sobre los beneficios de dos empresas puede ser idéntica cuando el impacto social del proceso de producción ha podido ser radicalmente diferente. Por poner un ejemplo extremo: no debería tener la misma consideración fiscal ganar 1.000 después de haber dado trabajo a 1.000 personas que ganar lo mismo sin dar trabajo a nadie.
El consumidor debería tener esta información para poder decidir cuando compra un producto o un servicio. Si países nada sospechosos de intervencionismo económico como Estados Unidos o Canadá disponen de legislación que protege a los productores nacionales, cuando se trata de compras públicas, deberíamos tomar nota e interiorizar estos gestos, no ya de patriotismo, sino de sentido común en nuestra conducta de consumidores. El Si puedes, compra al productor más cercano, de muchos, penalizando las extravagancias comerciales tras las que se esconden movimientos de corte especulativo y no sostenible a nivel social, podría contribuir a generar un comercio más justo y racional.
Para ello la información al consumidor debería incluir, con un tamaño que no requiera de un microscopio para ser leída, no sólo el origen geográfico del producto, sino datos como el precio en origen o los costes de transporte, que permitan conocer la huella socioenergética de ese consumo y también la honestidad relativa de todos los agentes de la cadena.
El legislador debería proteger legalmente y estimular por vía fiscal la práctica de estas buenas prácticas comerciales, frente a las que hacen del abuso de posición dominante y la especulación sin retorno social, su modus vivendi. Por cierto, las reinetas de León estaban deliciosas.
Adolfo López de Munain

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