martes, 20 de marzo de 2012

Españoles en el Gulag (Parte IV)

TdE/ LA ODISEA DE LOS “AZULES” La División Azul estuvo en Rusia entre octubre de 1941 y octubre de 1943, dos años ampliados por la acción de su colofón, la llamada Legión Azul, que combatió en enero de 1944 y retornó a España en abril. Unos cientos de combatientes quedaron voluntariamente al lado de la Whrmacht o las Waffen SS, pero aquélla es otra historia, marcada por la derrota y la confusión, que terminó en mayo de 1945 con la caída de Hitler y el Tercer Reich. Todos los españoles de la División Azul (más de cuarenta y cinco mil) lucharon contra la Unión Soviética en una fuera sin parangón. Un enfrentamiento de enormes dimensiones, como jamás había vivido la humanidad, marcado por el salvajismo y por la falta de piedad. Al final, millones de muertos, mutilados y heridos fueron la evidencia de lo inmediato, de lo visible. Pero hubo más: otros millones quedaron en el lado de lo no visible, en el presidio. Sería justo rescatarlos del olvido. No es necesario detallar lo que significó para los soviéticos el penar en los campos de concentración alemanes. Con la catalogación nazi de Untermenschen (“infrapersonas”), debieron soportar lo insoportable, y muchos de ellos murieron en las condiciones más horrendas. Fueron esclavos del siglo xx, el de las grandes tragedias de la humanidad. Pero las cosas tampoco fueron fáciles en el otro bando. Alemanes, italianos, rumanos, húngaros, españoles… quedaron atrapados en Rusia, Bielorrusia, Ucrania o los países Bálticos. Entraron a formar parte del engranaje del presidio soviético, que pronto pasó a estar al otro lado del Telón de Acero. Mutismo y silencio cubrieron a todos durante años en un país que había quedado destrozado por la guerra con Alemania y sometido a una dictadura despiadada, la de Stalin. Entre todos ellos figuraban unos cuatrocientos españoles (hay quien concreta la cifra en 372 y quien refiere la de 452), que penaron entre nueve y trece años, hasta 1954 (alguno hasta 1956): los hombres de la División Azul. Resulta difícil determinar todos los campos de concentración en los que hubo españoles. Una primera aproximación estableció un mínimo de veinte, todos bajo el control del NKVD, la policía política soviética, salvo el de Norilsk, en zona polar, integrado en el Gulag, la Administración Central de Campos y Colonias Correccionales. De ellos, cinco estaban ubicados en Ucrania, cuatro en Kazajistán y el resto en Rusia. Numerosos divisionarios fueron apresados en 1943 en la batalla de Krásni Bor. El choque solo duró un día, el del 10 de febrero, pero en él murieron 1.125 españoles, casi una cuarta parte de los que perdieron la vida durante dos años de permanencia en el frente. La vida en el presidio Ni qué decir tiene que la vida en todos aquellos establecimientos no fue fácil. Lo peor se vivió en los primeros tiempos, lo que algunos autores han denominado “los años de hambre”, hasta 1945. No todos los supervivientes de Krásni Bor llegaron siquiera a prisión. Los heridos que desfallecieron durante el traslado que siguió a la batalla (25 km) fueron asesinados. Interrogatorios, hospitalizaciones precarias, cirugías sin anestesia y con instrumental inadecuado, los maltratos y las epidemias mataron a 94 españoles. Las condiciones mejoraron a partir de 1946, con las primeras repatriaciones de extranjeros, y ya en 1949 se abrieron los llamados “años de resistencia”, marcados por la frustración generada a la vista de la repatriación de finlandeses, franceses e italianos. Se vivieron conatos de indisciplina y huelgas de hambre, respondidos con penas a trabajos forzados y el traslado a la zona de Borovichí para cavar en las minas de carbón. Del régimen de vida impuesto en los campos conocemos el vigente en el de Makarino, en Vologda. Un día cualquiera de invierno comportaba levantarse tras el toque de gongo, vestirse rápidamente, lavarse y desayunar; pasar el primer recuento; desplazarse al lugar de trabajo en columna de a cinco, flanqueados por guardianes armados y perros policía; nuevo recuento; trabajar hasta las cinco de la tarde, con controles cada treinta o cuarenta minutos y pausa para comer; recuento; regreso al campo con un tronco recogido durante el trayecto; recuento; aseo; cena en el barracón, no siempre con queroseno, en cuyo caso la iluminación procedía de la quema de cortezas de abedul, lo que generaba humo y las consecuencias pertinentes (“escupíamos todo negro”); último recuento; y acostarse vestido y calzado, por el frío, en una litera, sin colchón ni sábanas. En cuanto a las tareas en Makarino, los divisionarios colaboraron en la construcción de un puerto fluvial mediante la extracción de tierra con pico y pala y su transporte en carretillas. Después trabajaron para proveer a una central de energía térmica, para lo que arrancaron madera aprisionada por el hielo de un río con ayuda de barras de hierro, pero sin guantes. Los domingos talaban leña. Llegado la primavera, y con ella el deshielo, acarreaban madera y carretillas de tierra. Ya en verano, algunos eran enviados a una isla en el río, donde cargaban en barcas troncos que en su día habían sido talados por prisioneros finlandeses. El cansancio era mucho y el hambre también, por lo que, según los testimonios, recurrieron a la ingesta de hojas, hierbas, raíces y setas que brotaban en las cortezas de los árboles. El trabajo era obligatorio para la tropa y, a partir de 1945, también para oficiales. Fue particularmente duro, en tanto que Moscú lo entendió -lógicamente- como elemento de reparación del daño infringido por la guerra con Alemania. Los prisioneros quedaban encuadrados en compañías de unos cuarenta hombres, bajo las órdenes de un komandier y de un brigada, generalmente desertores de la propia División Azul o cautivos “antifascistas”, esto es, divisionarios apresados que habían optado por adherirse a la causa soviética. Por tanto, una vez más -y no so pocas en nuestra historia-, españoles sobre españoles. El hecho es que todo lo relativo al trabajo quedaba reglamentado., Así, su cantidad estaba tipificada en la “norma”, a la que, de entrada, todos los presos quedaban sujetos salvo prescripción médica, atenuadora de sus efectos. La remuneración fue inicialmente en especie, y se definía por raciones suplementarias de pan. A partir de 1947 se pagó en metálico sobre la base de la nariada, anotación diaria del rendimiento, para liquidar a final de mes a partir de la tabla de devengos consignada en la norma. Así, por cada tres metros cúbicos de tierra extraída, el preso recibiría 1,13 rublos, tras verificar los pertinentes descuentos y hasta un máximo de 150 mensuales. En cuanto a la comida, era insuficiente para hacer frente al esfuerzo diario, por lo que no hicieron ascos a a los desperdicios. Inicialmente los presos recibían dos comidas diarias, aunque con el paso del tiempo se estabilizaron en tres. La sopa, el puré y el pan negro constituían la base, complementad con algo de carne, pescado, grasas, féculas, coles agrias cocidas y azúcar.

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