lunes, 17 de diciembre de 2012

Inmigración positiva...¿Para quién?

Toda reflexión que hoy en día se haga sobre Europa es irrelevante si no contiene al menos una posición frente al problema de la inmigración. Una cuestión ante la cual las descripciones de un escenario crepuscular, cuando no apocalíptico, son ya lugares comunes. Una natalidad en caída libre combinada con un flujo imparable de inmigrantes. Un relevo generacional que ya sólo se asegura por una población alógena. Una ciudadanía de nuevo cuño que desprecia la sociedad de acogida y sólo acepta sus beneficios sociales. Una cultura animada por una fe milenarista y de vocación expansiva —el lslam—, que instalada en Europa ha calado hasta el fondo el cáncer que a ésta corroe. Una proliferación de ghettos, de zonas fuera de la ley, de territorios al margen del Estado de derecho. Y una masa humana con la fuerza de la desesperación, que se multiplica en medio de una sociedad hastiada, vacía de voluntad y de sentido.


Y frente a todo ello una actitud puramente reactiva y cortoplacista. Unas políticas de apaciguamiento cargadas de mala conciencia pequeño-burguesa, que lejos de desactivar la amenaza no hacen sino preparar la dinamita para el futuro. El resultado es ya, en cualquier caso, una auténtica subversión demográfica que ha cambiado de forma irreversible la faz del continente para las próximas décadas. En este escenario, la posibilidad de que algunos Estados europeos adopten en un futuro formas políticas islámicas es una hipótesis de trabajo cada vez menos extravagante. Como en su día declaró un ministro de justicia de los Países Bajos, «Si en un futuro una mayoría de holandeses opta por la sharia, esa decisión debe ser respetada».

Para los más pesimistas, se trata de un desastre de dimensiones tales que sólo admite un paralelismo con la caída del Imperio romano. Una tragedia histórica tanto más angustiosa cuanto que sus efectos se van manifestando de forma física y tangible, y cuanto que se presenta como resultado de una evolución inevitable, como un fin de ciclo. Fenómeno inevitable, entre otras razones, porque no cabe rebelión posible: el mero hecho de lanzar la voz de alarma es de por sí algo sospechoso. Sobre este tema, toda posibilidad de auténtico debate se enmaraña en un piélago de tabúes y de reservas mentales. Porque, según el discurso de valores dominante, la inmigración no es sólo inevitable (corolario obligado de la globalización), sino que también es positiva (una sociedad «plural» es intrínsecamente superior a una sociedad culturalmente homogénea). Y por lo tanto cualquier resistencia a aceptar este fenómeno es no solo irrealista, sino que también es perversa. Sin embargo ésta es una materia sobre la que los ciudadanos europeos jamás han sido consultados. El discurso de las élites y de la cultura oficial discurre, una vez más, por cauces ajenos a la «realidad real», y la vulgata de la corrección política apuntala la esquizofrenia ideológica de nuestra época.

No es cierto que la inmigración sea un fenómeno inevitable, y no es cierto que la inmigración sea un fenómeno positivo. El carácter inevitable de la inmigración sólo puede afirmarse desde una interpretación puramente economicista y utilitarista de los comportamientos humanos: el hombre como mónada aislada, guiado únicamente por la maximización de su interés individual, desligado de apegos culturales y de vínculos colectivos. El hombre como mercancía, sometido a la ley de la oferta y la demanda aplicada a escala internacional. Y lejos de ser un fenómeno positivo, la inmigración es algo negativo por cuanto implica de desarraigo forzoso, por tratarse de «una forma entre otras de deportación o de auto-deportación. Las primeras víctimas son los propios inmigrantes. El balance de la inmigración es para ellos la pérdida de su tierra natal, cortar con sus raíces, dificultades crecientes en un medio extranjero a menudo hostil, la desagregación de su entorno. Y para los países de origen supone la pérdida neta de recursos y de energía humana»

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