En la vida hay dos cosas fundamentales. Una, estar vivo. Y la otra,
saber llorar bien. El bebé que no sabe expresar con ahínco su
descontento, se muere de hambre. Al niño que no sabe gimotear bien,
jamás se le levanta un castigo. Y el adulto que no logra poner sus
lágrimas a punto de nieve, jamás podrá librarse de la multa tras una
triple infracción de tráfico.
Las personas pueden clasificarse por su forma de llorar. Está el que
llora para que le oigan llorar, y lo hace con tanto escándalo que
provoca risas en la sala en donde le están juzgando por corrupción. Está
el que no sabe controlar las lágrimas y da el espectáculo en el cine
viendo Shrek. Y está el cortador de cebolla, llorador por excelencia.
El político es una especie aparte de llorador profesional, que llora
con increíble habilidad y cinismo para conseguir nuevos votantes. Y los
consigue. Y el actor, hace arte del llanto, aunque sea séptimo arte.
También existe el patoso, que llora por meterse el dedo en el ojo
accidentalmente al intentar ajustarse las gafas mientras las gafas
reposan en la mesilla. Y, por supuesto, el chapón de la clase, que llora
cuando le dan su primer suspenso, recibiendo además una lluvia de
abucheos y bolígrafos, por otra parte merecidísima.
Hasta ahora sabíamos que llorar es una ciencia dramática cuyo dominio
resulta muy práctico en ciertos momentos de la vida. Ahora sabemos que,
cuando la vida se desarrolla en el contexto de un régimen comunista, esa
ciencia dramática se vuelve fundamental para la propia supervivencia.
Con cierta indiferencia hemos recibido en España la noticia del
fallecimiento de Kim Jong il, tirano comunista que arruina a Corea del
Norte desde hace décadas. Y con más indiferencia aún, hemos contemplado
cómo los norcoreanos se echaban masivamente a las calles para llorar
desconsoladamente la muerte de su líder. Algunos observadores comentan
que después de cuatro horas de moqueo ininterrumpido, el llanto empieza a
parecer burla. Nada más lejos de la realidad para el breve margen de
raciocinio que permite un régimen comunista. Hoy hemos sabido que
Pyongyang está enviando a campos de concentración a todos aquellos
ciudadanos que no lloraron lo suficientemente bien con la muerte de Kim
Jong il. La condena es de seis meses, y se extiende tanto a los que no
hayan gimoteado con creíble desconsuelo, como a aquellos que hayan osado
no participar visiblemente en las pompas fúnebres.
Al comunismo hay que reconocerle el mérito de superarse año tras año en
la tarea de simplificarse a sí mismo. Atrás quedan los viejos teóricos
de la cosa comunista, los grandes ideales, y las densísimas
profundidades de índole económica que sustentaban el cotarro en sus
primeros días. Ahora todo es mucho más fácil. Se trata sólo de rizar el
rizo de su propia caricatura. Se trata de alcanzar lo grotesco y
doblarlo. Se trata de alabar tanto al líder como al ridículo.
Antes, al menos, los comunistas te mataban por cosas importantes. O te
encarcelaban por motivos que podían hacer enorgullecer a tus hijos.
Ahora todo es mucho más penoso. Las multas por no llorar con la
suficiente pena son una sutileza más, de ese teatro, de esa vida teatral
edificada a golpe de sangre en Corea del Norte –pero también Cuba,
claro-. Algo que confirma que, al final, cuanto más militarizado,
sofisticado, intransigente, y violento se muestra un régimen comunista,
más ridículo y cómico resulta. Igual que en la vida real. Cuanto más
serio y solvente pretende parecer un idiota, más ridículo resulta.
Lo peor de toda esta grotesca aventura es que, al final, estos
dictadorzuelos de segunda nos obligarán a crear una plataforma ciudadana
que solicite a la comunidad internacional que presione a Corea del
Norte para que deje a sus coreanos llorar como les salga de los huevos.
Tal vez, Willy Toledo, si ya ha dejado de llorar y moquear, pueda leer el primer manifiesto de la plataforma.
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