Se encontraban allí en aquel instante, como otro día a orillas del Guadalete, dos ejércitos de dos pueblos antagónicos; dos razas distintas, dos civilizaciones dispares; dos religiones que aspiraban a difundirse por el mundo: una imponiéndose por la fuerza de la cimitarra, simbolizada por la Media Luna, y la otra por el amor y el sacrificio representada por la Cruz.
Un pueblo, una raza, una civilización, una religión que venía recorriendo triunfante el Africa, que había salvado el Estrecho y, en paso arrollador, intentaba terminar con el último reducto en que se había refugiado el pueblo vencido, la raza esclavizada, la civilización destruida, la religión profanada. Allí se iba a ventilar, quizá de manera definitiva, si España sería una prolongación del Africa, o si continuaría siendo el baluarte avanzado de la civilización cristiana.
La suerte estaba echada : bien lo sabían los cristianos y su caudillo Pelayo. De aquella batalla dependía su suerte. Escasas eran sus fuerzas y las del enemigo numerosas y bien armadas. Los cristianos sé hallaban derrotados y deprimidos; los árabes victoriosos y arrogantes. Humanamente hablando, el resultado de la batalla no ofrecía duda : los cristianos serían aniquilados y España quedaría para siempre bajo el dominio agareno y sometida a la raza y a la religión del falso profeta. Pero los cristianos habían puesto toda su confianza, no en sus reducidas fuerzas, sino en la protección de la Santísima Virgen, cuyo auxilio habían impetrado y de la que nadie es desamparado. En Ella estaba colocada toda su esperanza y confiando en su ayuda dio comienzo aquella desigual y terrible lucha.
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