Nos encontramos en la época del
"totalitarismo blando". Su esencia radica en que la represión no se
ejerce a través del despliegue coercitivo de las autoridades (al menos no en
primer término), sino de la autocensura y del control de los ciudadanos sobre sí
mismos. De esta forma el orden establecido no se sostiene sobre la imposición,
sino sobre la plasmación jurídico-política de un mar de fondo o consenso
social. Pero ese autocontrol de los ciudadanos no puede de ningún modo
limitarse (y aquí reside el quid de la cuestión) a no obrar mal, sino que debe
comenzar por no pensar mal. Dicho en términos orwellianos: no basta
con obedecer al Gran Hermano, es preciso también amarlo.
Y para ello es
esencial el dominio del lenguaje. Así se destacan ciertas palabras que, más allá
de sus significados específicos, asumen la función específica de instrumentos
de represión de los malos pensamientos. Son en la terminología de Orwell, las
"palabras-cobertura"(blanket words)*: auténticas "palabras
policía" cuya función es encerrar series enteras de significados negativos
con capacidad suficiente como para aplastar al adversario. El término
"racismo" es hoy una de esas palabras. La más eficaz de todas. Su
mera invocación dispara una serie de connotaciones odiosas (intolerancia,
exclusión, discriminación, miedo al Otro, fascismo, genocidio) lo
suficientemente letales como para descalificar definitivamente al
sospechoso. El racismo es pues el crimen de pensamiento por excelencia, el Mal
político absoluto.
Lo más insufrible
del pensamiento único es esa pretensión de legislar sobre las conciencias. En
el caso que nos ocupa, no basta por tanto con rechazar los programas o
políticas racistas. Es preciso también expurgar los propios sentimientos,
alejar de la conciencia todo aquel reflejo que más levemente pueda aparentarse
con el racismo, tal y como éste es definido por el discurso de valores
dominante. El problema es que esa definición se ha salido de sus goznes, y la
acusación de racismo se usa para aplastar cualquier expresión identitaria o de
disconformidad ante el discurso oficial en temas como la inmigración o el
multiculturalismo.
Legislar sobre los
sentimientos. Cabe preguntarse: ¿por qué y en nombre de qué? ¿Por qué
toda preferencia por los próximos, cultural o étnicamente, debe de ser
condenada? ¿Por qué la voluntad de preservar la cultura, la lengua y las
costumbres propias debe considerarse sospechosa? ¿Por qué todo lo que se salga
del ideal del mestizaje debe considerarse como algo anormal o patológico?
¿Acaso no se está incurriendo en un uso abusivo del término
"racismo"? Porque lo cierto es que la naturaleza humana se inserta en
todo un sistema de identificaciones, de preferencias y de solidaridades que
funciona en círculos concéntricos. La familia, el clan, la tribu, la nación y
así hasta llegar a la humanidad. Círculos que, si bien no determinan
la extensión de los afectos (ni tienen por qué
"encerrar" a las personas), sí los condicionan de entrada. Eso es una
realidad incontrovertible.
*Las “blanket
words” pueden ser tanto palabras como expresiones o frases hechas. Así en la
Neolengua comunista clásica, la expresión "enemigo de la clase
obrera" evocaba por asociación los términos de "burgués",
"explotador", "opresor", "fascista", etc., para
designar naturalmente a los enemigos del Partido Comunista. El mundo de la
corrección política ha adoptado la práctica orwelliana de control del lenguaje
a través de la depuración sistemática y la adopción de nuevas palabras policía
("sexista", "machista", "homofobo", "xenófobo",
"conservador"). Otra práctica es la generalización de expresiones que
redundan en la legitimación de cambios sociales en curso: así en vez de
"familia" a secas se generaliza la expresión "familia
tradicional" (en el sentido de "antigua") en contraposición a
las parejas homosexuales, más asociadas a una idea de modernidad.
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