La búsqueda del beneficio sin otras consideraciones solo es factible con nuestra ignorancia y desidia.
Me
disponía a recoger del estante una bolsa de modestas patatas en un
conocido supermercado de Donostia, cuando se me ocurrió comprobar de
dónde procedían los tubérculos, esperando confirmar que venían de Álava,
tierra tradicionalmente productora de este fruto.
Para
mi sorpresa, bajo la referencia del importador nacional, figuraba, en
letra bien pequeña por cierto, el origen galo del producto. Un poco
frustrado, rebusqué otras marcas y presentaciones con el mismo
resultado: todas las patatas del supermercado, en sus diferentes
variedades, procedían de Francia. De la frustración pasé a la intriga y
dediqué unos minutos adicionales a comprobar el origen de los productos
frescos que en gran variedad, se ofrecían en los expositores.
El
balance no pudo ser más desolador.Salvo unas orgullosas manzanas
reinetas procedentes de León, el mar de frutas y verduras era como una
pequeña ONU de las hortalizas, con delegaciones de Holanda, Marruecos,
Francia, Italia, Austria, Chile, Ecuador, Brasil, entre los que puedo
recordar. Hasta las naranjas valencianas competían con unas lustrosas
primas, venidas de Sudáfrica. Recordé entonces una noticia leída unos
días antes donde se contaba que los camiones que llevaban patatas
valencianas a Alemania, regresaban a la ciudad del Turia cargados ¿de
maquinaria industrial?, ¿de productos químicos? No; venían de vuelta
cargados de... patatas francesas.
Mientras
nuestros políticos se dedican a pensar cómo recortar la deuda rampante
o cómo reactivar nuestra maltrecha economía, me pregunto como
ciudadano qué hemos hecho tan mal para haber creado un turismo europeo
alrededor de la patata.
Algún
economista me diría rápidamente que esto es un fruto de la
globalización. Estoy de acuerdo, pero añadiría: de la globalización de
la codicia descontrolada y la estupidez. Día tras día escuchamos
impertérritos cómo nuestros agricultores y ganaderos luchan por
sobrevivir con unos precios estancados y dependiendo para vivir, cada
vez más, de las ayudas comunitarias que de la venta justa del fruto de
su propio trabajo.
De esta
forma, el mercado, ese arcano tras el que se esconden los vivales,
recoge una cosecha ya subvencionada por todos nosotros y articula un
tinglado tramposo que hace posible que las patatas que se cultivan a
media hora de mi casa sean más caras que otras traídas desde Egipto.
El mismo economista nos dirá que es una cuestión de los costes laborales, de dumping
social, etcétera, pero no nos dirá algo que a estas alturas de la
película es obvio: que esa paradoja comercial motivada por la búsqueda
del beneficio sin otras consideraciones solo es factible si cuenta con
la complicidad de nuestra ignorancia y desidia, a partes iguales.
“En
eso consiste el capitalismo”, nos dirá de nuevo nuestro economista de
cabecera, pero el sentido común nos dice que deberían de existir otras
formas más eficaces y justas de organizar las cosas.
Para
empezar, estaría bien que el consumidor pudiese saber con mayor
claridad cómo se forman los precios de los productos que consume y cuál
es el impacto social, energético o ambiental de las transformaciones
que sufre el producto en los diferentes escalones que van desde el
productor hasta el consumidor.
¿Dónde
esta la sostenibilidad de llevar un producto a un lugar situado a
3.000 kilómetros para volver cargado en el viaje de vuelta con idéntica
mercancía? El consumidor debe saber dónde va el dinero que paga por lo
que compra, qué parte de los impuestos al consumo se queda aquí y qué
parte se va fuera.
Tal vez
entonces, y por puro instinto de supervivencia, esté dispuesto a
analizar y valorar los productos que paga y consume de una manera más
global. Sus hábitos de consumo pueden variar si comprende que de ellos
puede depender la sostenibilidad, no sólo del planeta, sino de algo tan
cercano como la educación o la sanidad que se financian gracias a la
recaudación fiscal. Mientras se discute si es necesario el copago
sanitario o si gravar más el consumo con el IVA puede ser beneficioso o
perjudicial para la economía, apenas se toman medidas efectivas para
dar una transparencia a los mercados de forma que el consumidor tenga
información suficiente para poder elegir soberanamente consumir
productos cuya producción, distribución y comercialización esté
directamente vinculada con el bienestar de la sociedad donde vive.
Pero
para poder elegir con criterio no es suficiente sospechar que la
formación de los precios está deliberadamente distorsionada, que lo
está. Nuestra legislación fiscal hace tributar a las empresas sobre sus
beneficios brutos —que en puridad son la resultante de la diferencia
entre ingresos por venta y gastos de producción—, sin importar mucho
cómo estos hayan sido conseguidos y cuál ha sido la huella social o
ambiental, tanto positiva como negativa, del proceso productivo en la
sociedad donde ese beneficio se ha materializado.
De
esta forma, la fiscalidad sobre los beneficios de dos empresas puede
ser idéntica cuando el impacto social del proceso de producción ha
podido ser radicalmente diferente. Por poner un ejemplo extremo: no
debería tener la misma consideración fiscal ganar 1.000 después de haber
dado trabajo a 1.000 personas que ganar lo mismo sin dar trabajo a
nadie.
El consumidor debería
tener esta información para poder decidir cuando compra un producto o
un servicio. Si países nada sospechosos de intervencionismo económico
como Estados Unidos o Canadá disponen de legislación que protege a los
productores nacionales, cuando se trata de compras públicas, deberíamos
tomar nota e interiorizar estos gestos, no ya de patriotismo, sino de
sentido común en nuestra conducta de consumidores. El Si puedes, compra al productor más cercano,
de muchos, penalizando las extravagancias comerciales tras las que se
esconden movimientos de corte especulativo y no sostenible a nivel
social, podría contribuir a generar un comercio más justo y racional.
Para
ello la información al consumidor debería incluir, con un tamaño que
no requiera de un microscopio para ser leída, no sólo el origen
geográfico del producto, sino datos como el precio en origen o los
costes de transporte, que permitan conocer la huella socioenergética de
ese consumo y también la honestidad relativa de todos los agentes de la
cadena.
El legislador
debería proteger legalmente y estimular por vía fiscal la práctica de
estas buenas prácticas comerciales, frente a las que hacen del abuso de
posición dominante y la especulación sin retorno social, su modus
vivendi. Por cierto, las reinetas de León estaban deliciosas.
Adolfo López de Munain
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