Cuando digo que este país es una mierda, algún lector elemental y patriotero se rebota. Hoy tengo intención de decirlo de nuevo, así
que vayan preparando sellos. Encima hago doblete, pues voy a implicar
otra vez a Javier Marías, que tras haberse comido el marrón de mis
feminatas cabreadas, acusado de machista -¿acaso no se mata a los
caballos?-, va a comerse también, me temo, la etiqueta de xenófobo y
racista. Y es que, con amigos como yo, el rey de Redonda no necesita
enemigos.
Madrid, jueves. Noche agradable, que invita al paseo. Encorbatados y razonablemente elegantes, pues venimos de la Real
Academia Española, Javier y yo intentamos convencer al profesor Rico
-el de la edición anotada y definitiva del Quijote- de que el hotel
donde se aloja es un picadero gay. Lo hacemos con tan persuasiva
seriedad que por un momento casi lo conseguimos; pero el exceso de coña
hace que, al cabo, Paco Rico descorne la flor y nos mande a hacer
puñetas. Que os den, dice. Y se mete en el hotel. Seguimos camino
Javier y yo, risueños y cargados con bolsas llenas de libros. Bolsas
grandes, azules, con el emblema de la RAE. Cada uno de nosotros lleva
una en cada mano. Así cruzamos la parte alta de la calle Carretas,
camino de la Plaza Mayor.
Imaginen -visualicen, como se dice ahora- la escena. Capital de España. Dos señores académicos con chaqueta y corbata,
cargados con libros, hablando de sus cosas. Del pretérito
pluscuamperfecto, por ejemplo. En ese momento pasamos junto a dos
individuos con cara de indios que esperan el autobús. Inmigrantes
hispanoamericanos. Uno de ellos, clavado a Evo Morales, tiene en las
manos un vaso de plástico, y yo apostaría el brazo incorrupto de don
Ramón Menéndez Pidal a que lo que hay dentro no es agua. En ésas,
cuando pasamos a su altura, el apache del vaso, con talante agresivo y
muy mala leche, nos grita: «¡Abajo el Pepé!... ¡Abajo el Pepé!». Y
cuando, estupefactos, nos volvemos a mirarlo, añade, casi escupiendo:
«¡Cabrones!».
Me paro instintivamente. No doy crédito. «¡Pepé, cabrones!», repite el indio guaraní, o de donde sea, con odio indescriptible.
Durante tres segundos observo su cara desencajada, considerando la
posibilidad de dejar las bolsas en el suelo y tirarle un viaje.
Compréndanme: viejos reflejos de otros tiempos. Pero el sentido común y
los años terminan por hacerte asquerosamente razonable. Tengo cincuenta
y siete tacos de almanaque, concluyo, voy vestido con traje y corbata y
llevo zapatos con suela lisa de material. Mis posibilidades callejeras
frente a un sioux de menos de cuarenta son relativas, a no ser que yo
madrugue mucho o Caballo Loco vaya muy mamado. Sin contar posibles
navajas, que alguno es dado a ello. Además tiene un colega, aunque
nosotros somos dos. Podría, quizás, endiñarle al subnormal con las
llaves en el careto y luego ver qué pasa con el otro; pero acabara la
cosa como acabara -seguramente, mal para Marías y para mí-, incluso en
el mejor de los casos, con todo a favor, hay cosas que ya no pueden
hacerse. No aquí, desde luego. No en este país miserable. Imaginen los
titulares de los periódicos al día siguiente: «El chulo de
Pérez-Reverte y el macarra de Marías se dan de hostias en la calle con
unos inmigrantes». «Xenofobia en la RAE.» «Dos prepotentes académicos
racistas, machistas y fascistas apalean salvajemente a dos inmigrantes.» Aunque aún podría ser peor, claro: «Marías y Reverte, apaleados, apuñalados e incluso sodomizados por dos indefensos inmigrantes».
Marías parece compartir tales conclusiones, pues sigue caminando. A envainársela tocan. Lo alcanzo, resignado, y llegamos a la
Plaza Mayor rumiando el asunto. «Es curioso -dice pensativo-. A mí tío,
republicano de toda la vida, lo insultaban por la calle, durante la
República, por llevar corbata.» Yo voy callado, tragándome aún la
adrenalina. Quién va a respetar nada en esta España de mierda, me digo.
Cualquier analfabeto que llegue y vea el panorama, que oiga a los
políticos arrojarse basura unos a otros, que observe la facilidad con
la que aquí se calumnia, se apalea, se atizan rencores sociales e
históricos, tiene a la fuerza que contagiarse del ambiente. Del
discurso bárbaro y elemental que sustituye a todo razonamiento
inteligente. De la demagogia infame, la ruindad, el oportunismo y la
mala índole de la vil gentuza que nos gobierna y nos envenena. Ésta es
casa franca, donde todo vale. Donde todos tenemos derecho a todo.
Cualquier recién llegado aprende en seguida que tiene garantizada la
impunidad absoluta. Y pobre de quien le llame la atención, o le ponga
la mano encima. O tan siquiera se defienda.
Así que ya saben, señoras y caballeros. Ojito con las corbatas y con todo lo demás cuando salgan de la RAE, o de donde salgan. Nos esperan años interesantes. Tiempos de gloria.
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