martes, 27 de marzo de 2012

Españoles en el Gulag (Parte V)

TdE/ LA ODISEA DE LOS “AZULES”
Los prisioneros
A partir de mayo de 1040, los divisionarios coincidieron con 34 republicanos en los campos de Bovoroski y Borovichi, y ya no se separaron. Retornarían a España juntos a bordo del Semíramis. Pero no todo fueron relaciones fraternales. Hubo hombres de pasado republicano y desertores de la División Azul, los “antifascistas”, que trataron duramente a los divisionarios, y ante los cuales ellos reaccionaron con tirantez y desprecio. Entre ellos, el comunista Felipa Pulgar y el desertor César Astor se convirtieron en paradigmas: ostentaron ciertos cargos en los campos de presidio y chocaron con frecuencia con los “azules”. En 1956, con mbajadores en el infierno, el cine español reflejaría de manera interesada el drama de aquellos hombres, que, como sus supeditados, penaban por voluntad de Moscú.
Entre los episodios chocantes que vivieron los prisioneros divisionarios, quizá destaquen dos. El primero, el hecho de que a finales de 1948 algunos fuesen desplazados hasta Moscú y metidos en el metro, para asombro propio (“Un mundo ensueño”, lo califica un testimonio) y de los naturales (“Todo el mundo nos miraba”). Pensaban que iban a ser liberados, pero lo que les esperaba era más presidio. El segundo: la huelga de hambre que llevaron a cabo en el campo de Borovichí en abril de 1951, en queja por la falta de entrega de unos paquetes que entendieron como suyos (los presos españoles estaban privados de correspondencia). Acabó con la intervención del Ejército y el enjuiciamiento de los cabecillas de la rebelión, que recibieron penas de entre 15 y 25 años de presidio, finalmente no cumplidas. En este trato discriminatorio hay que tener en cuenta la falta de relaciones diplomáticas regulares entre España y la URSS.
Gestionar la liberación
En 1946 comenzaron los contactos hispano-soviéticos que debían materializar el retorno de los prisioneros de la División Azul. Fue el embajador en Roma, José Antonio Sangróniz, quien estableció una primera comunicación con vistas a un acuerda comercial. En noviembre, un empresario catalán recibió una propuesta para entablar contactos. Franco la aceptó en febrero del año siguiente, y el Ministerio de Asuntos Exteriores designó a un diplomático que prestaba sus servicios en la embajada de París, apellidado Terrasa. Por parte soviética, el elegido fue un antiguo agregado militar, el capitán Schaerer. Ambos mantuvieron cuatro reuniones en Suiza. No se materializó un acuerdo porque a finales de marzo Madrid se acogió a los dictados de la doctrina Truman, que posibilitaría la inserción de España en el naciente bloque occidental. Moscú negó entonces públicamente que hubiesen tenido lugar negociaciones. Pero las había habido, y, ya en la segunda, por iniciativa de Franco y de Luis Carero Blanco, la parte española había introducido la necesidad de proceder a una repatriación de los prisioneros.
Pese a la realidad política del momento, pronto se restablecieron los contactos. Entre agosto de 1949 y enero del año siguiente hubo un primer acuerdo comercial de la mano de capital privado español. En él se adjuntó una cláusula para la liberación de súbditos de ambas nacionalidades. Pero algo debió de fallar, y poco o nada del aspecto económico del acuerdo se llevó a cabo, a la par que nada de lo especificado en la cláusula. Hubo que esperar a la muerte de Stalin en marzo de 1953 y a la caída en julio de Beira, jefe del NKVD, para que se diesen los primeros pasos. Fue por iniciativa española, a través de la diplomacia en Suiza. A finales de diciembre, el presidente de la Cruz Roja francesa recibió un telegrama de su homólogo soviético informando de que, por decreto del presidente del Sóviet Supremo, 253 españoles habían sido amnistiados. Debía fletar un barco y repatriarlos. La responsabilidad era mucha, pero Georges Brouardel aceptó.
Se abrió un período de mil gestiones, en las que intervinieron la Cruz Roja española, la Cruz Roja Internacional, el ministro español de Asuntos Exteriores, Alberto Martín-Artajo, su embajador en Atenas, Sebastián Romero, el embajador en Ankara, Alfonso Fiscowich, y otros muchos. Elegido el barco Semíramis por Martín-Artajo (pabellón liberiano y 110 dólares por pasaje), se pudo saber que la entrega se haría en el puerto de Odesa. Fue el 26 de marzo de 1954. Los liberados serían 286. Debía hacer una escala previa en Marsella para desembarcar a los republicanos que lo desearon, pero Madrid ordenó enfilar directamente hacia Barcelona. El viernes 2 de abril atracaron allí ante la multitud que les esperaba. La tragedia de aquellos hombres había acabado.
El día después
Hubo siete repatriaciones posteriores desde la Unión Soviética, con 2.774 españoles, entre diciembre de 1956 y mayo de 1959. Pero, entre ellos, los retornados de la División Azul fueron muy pocos. Las seis primeras expediciones llegaron a bordo del buque Krym (Crimea) al puerto de Castellón o al de Valencia; la séptima, a bordo del Sergei Ordzhonikidze, al de Almería. Poco se sabe al respecto, pues un manto de silencio cubrió aquellas repatriaciones, que estaban integradas fundamentalmente por “desafectos” al régimen.
Por entonces el cine se había ocupado de los hombres de la División Azul a raíz de su retorno. Precisamente, dos de las tres películas que trataron de ellos -La espera, de Vicente Lluch, y la ya citada Embajadores en el infierno, de José María Forqué- se estrenaron en 1956. También en ese año apareció la novela El desconocido, de Carmen Kurtz, narración magistral del desvivir de una pareja tras el retorno de presidio de él, que fue galardonada con el premio Planeta. Pero aquélla era ya una División Azul de consumo. La verdadera había vuelto a casa o permanecía en Rusia, fuese bajo las estepas (unos cinco mil muertos) o intentando rehacer una vida quebrada por el Gulag.

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