martes, 13 de marzo de 2012

LOS ULTIMOS DIAS DE RAMIRO LEDESMA RAMOS

LOS ULTIMOS DIAS DE RAMIRO LEDESMA
En Madrid se veía lo que sucedía en España entera. En unas ciudades eran unos los vencedores temporales, en otras lo eran los contrarios, pero en todas se vivió la tensión de unos días en los que España lloró sangre, batiéndose en duelo inevitable en su interior. Era 19 de julio de 1936, y el fratricidio ya no tenía vuelta atrás.
El eco de los tiros llegaba al número tres de Santa Juliana, como si del redoble de tambores en el fragor de una batalla se tratase, entonando una melodía macabra que a todos estremecía. Al son de estos bélicos acordes, a las dos de la madrugada, paseaba Ramiro Ledesma preocupado por el salón. Parecía cargar sobre sus anchos hombros toda la lucha de los últimos años, desde que fundara las La Conquista del Estado hasta que organizara las JONS, de La Patria Libre a la fusión con Falange Española, de Nuestra Revolución a la reorganización de sus células jonsistas. Junto a él, en la habitación, estaba también Navarro Ruiz, sentado en un sillón ancho, intentando convencerle de que se alejara de Madrid.
- ¿Por qué no te refugias en una embajada? Ya te lo hemos dicho, te buscan y no durarás mucho así…- Yo no tengo nada que hacer en una embajada.
…Y todo seguía igual. Indefectiblemente lacónico, disfrazaba un profundo sentimiento con parquedad provocada. Llegaba a incomodarle que le insistieran con huir y esconderse. Podía acceder a algunas cosas, pero no iba a esconderse, no iba a sucumbir. Pensaba organizar la acción tal y como había previsto días atrás en el despacho de la calle Príncipe, cuando, preparando el segundo número de Nuestra Revolución, su última iniciativa, le comunicaron la muerte -el asesinato- de Calvo Sotelo. Entonces, haciendo gala de ese espíritu crítico que le permitía ver más allá de los simples hechos, tras quedarse unos instantes inmóvil y silencioso, le dijo a Guillén:
- Puedes dejar de escribir, el número dos no se publicará. Hay que dejar la pluma y tomar las armas, cambiar la teoría por la acción.
Y así fue. El día once había salido el primer número de lo que pretendía ser el banderín de enganche para anarcosindicalistas. Si para sacar a la calle el periódico La Patria Libre tuvo que vender su Royal Enfield, aquella mimada motocicleta en la que recorría España con temeridad, por este periódico iba a dar su vida. Por sacarlo adelante, quedándose en Madrid, redujo las posibilidades de salir con vida de aquellos días en los que crujían los resortes de la historia patria mientras sus hijos se lanzaban a una guerra de envidias, rencores y odios. Podría estar en Galicia si hubiera aceptado la invitación que Souto Villas le hizo para veranear allí. Pero él, entregado a la lucha y sacrificando su tiempo por una causa, decidió no ir con tal de sacar su periódico.
Ahora que sabían que estaba en la pensión, la prioridad era encontrar un sitio para vivir y, el día siguiente, se trasladó de forma provisional a casa de su hermano José Manuel, en la calle Ponzano. La familia de su hermano estaba en Cercedilla de vacaciones e intentaba volver a Madrid cuanto antes. Como precaución, accedió a pelarse al rape, eliminando ese característico mechón de pelo, y a recuperar unas gafas que desaparecieron tiempo atrás en pro de un aspecto más marcial. Además, llevaría la documentación de su camarada y amigo Compte, administrador de las viejas revistas jonsistas.
Así que en Ponzano, solo con su hermano José Manuel, eterno compañero, cerraba por la noche las contraventanas o se bajaba a la portería a escribir. Y los días pasaban. Él solía ir por la tarde a la cafetería Fuyma, en la Gran Vía, que era un oasis en medio de la tensión callejera. No le gustaba quedarse encerrado en casa. Después, paseaba por las calles llenas de milicianos e incluso se atrevió algún día a volver por Santa Juliana, enclavada en pleno territorio rojo, para abrazar a su madre. Con su ropa holgada, sus jerseys pajizos y su boina, sabiendo que le buscaban, sorteaba el peligro con indiferencia para llegar a ella. En casa nunca había hablado mucho, pero la pasión la llevaba, como en todo, por dentro. Y la saca a relucir con detalles como este.
Esquivar a las patrullas rojas iba a ser posible lo que restaba de julio, hasta que le detuvieran el primero de agosto con su hermano José, su camarada y compañero, a quien dictó el manuscrito del Discurso a las Juventudes de España, con quien compartiría noches de intertidumbre, con quien iba al cine, con quien pasaba tardes escuchando a Wagner,… Lo peor no era que lo detuvieran, lo peor era lo que vendría inevitablemente después. Detenciones había tenido ya suficientes como para no temerlas.
- ¡Alto! ¡Alto! ¡Quietos!
Los han pillado. Han sido poco más de diez los días que han pasado cruzándose piquetes y grupos de milicianos y viendo en cada uno de ellos a los que les buscaban, hasta que lo han hecho. Dos semanas creyendo ver a la vuelta de cada esquina a sus matones particulares, a su guardia non grata. Pero no le reconocen. Ellos ven a su hermano y a un pistolero fascista. Tan ciegos estaban que, buscando lo imposible, ven en las iniciales del sombrero de Ramiro, R. L., la prueba irrefutable de que es un guardaespaldas de “ese de Falange”, es decir, de sí mismo. Entrega la documentación falsa, la cartilla militar de Enrique Compte, y se presenta como un amigo de Ledesma que iba a devolverle el sombrero. Entretanto, los dos hermanos intentan entrar en la comisaría que había allí cerca. No lo logran, pero sí que un policía secreto se interese y se empeñe en que sean detenidos de la Dirección General de Seguridad.
Entonces, les llevan al cuartel del regimiento, en un colegio de los Salesianos. Les preguntan por Ramiro una y otra vez, quieren encontrarle pronto. De allí les mandan, después de veinticuatro horas, a la Dirección General de Seguridad, en la calle Víctor Hugo. Este edificio le trae muchos recuerdos a Ramiro, porque no es la primera vez que entra. Le espera una sorpresa en las celdas del sótano: allí está, con otros camaradas, el verdadero Enrique Compte, preso por ir indocumentado, es decir, por sospechoso. En cuanto ve eso, Ramiro no lo duda, tiene que confesar. La vida de su camarada depende de ello y no se arroga el derecho a sacrificarlo para salvarse a sí mismo. Contra lo que le dicen, le ruegan y le suplican su hermano y el propio Compte, se acerca a la puerta de la celda y pide ver al comisario. Cuando consigue arreglar todo, Ramiro se queda tranquilo. Lo único que le inquietaba era la situación de su amigo, así que le salva la vida a costa de la suya.
La celda estaba llena de gente. Camaradas, derechistas, monárquicos, carlistas,… de todo había. Sobre las once de la noche se vuelve a abrir la puerta y entran dos nuevos. Con uno de ellos hablaría mucho Ramiro. Se trataba de Manuel Villares, cuyo hermano Jacinto fue un jonsista de primera hora.
El día siguiente, tres, les trasladan a la cárcel de las Ventas, su última morada antes del destino fatal. Fueron unos meses duros, de comidas insanas y ridículas, de condiciones duras e inhumanas, pero Ramiro nunca se quejó. El ascetismo que corría por sus venas le hacía mortificarse ante las circunstancias adversas y dedicarse a lo verdaderamente importante: comprender. A veces, jugaban a los combates navales en papel cuadriculado, a los que Ramiro siempre ganaba. Con él estaba también Ramiro Maeztu, con quien tendría largas conversaciones, porque a Ramiro muchos le dejaron de lado en la cárcel por ser quién era. Eso tal vez le enfurecía más que cualquier otra adversidad. Había quien tenía miedo de que le relacionasen con él y tener que pagar las consecuencias, pero no Maeztu, Villares y algunos camaradas.
Tenía por aquellos días algunas preocupaciones más definidas y presentes que otras. Sabía que no saldría vivo, pero no paraba de imaginar posibles huidas. A veces hablaba como si aquello fuera transitorio, como si estuviese seguro de que en poco tiempo estarían fuera, pero sabía que todo estaba perdido. También tenía preocupaciones más trascendentales: dedicó días al más allá, para lo que le ayudó Villares, que resultó ser sacerdote. Tal vez aquellas conversaciones salio una conversión. Así terminó el pensador, con problemas de orden intelectual. Todavía le dio tiempo a profetizar algo más:
- Vosotros, si os salváis, vais a quedar muy pocos. Y los que quedéis estaréis a merced de los arribistas y logreros, que acabarán por dominaros, y todo lo que se ha hecho por JONS y FE desaparecerá en la inundación.
Así pasaron las semanas. Para pasar desapercibido, recuperó su pseudónimo. Roberto Lanzas sustituyó a Ramiro Ledesma para intentar salvarle la vida. Todos conocían a Ledesma, el temido fascista asesino; pero nadie a Lanzas. Así, con suerte, los milicianos se olvidarían de él. De poco sirvió, como es lógico, pero hubo que intentarlo. Además, las visitas de su familia eran frecuentes. Su hermana Trinidad le llevaba ropa, libros y dinero. A poca más gente había dejado él fuera. Sus camaradas estaban casi todos presos y pocas personas se arriesgarían por ir a verle. Tampoco tenía novia; “no tengo tiempo”, contestaba alegremente cuando le preguntaban.
Y llegó el veintiocho de octubre. Ramiro lo dijo: “presiento que hoy me van a matar”. ¿Otra predicción? Por la noche, cuando estaban ya acostados en el suelo, llegaron los milicianos con una lista. Treinta y dos nombres para ser trasladados a la prisión de Chinchilla, que era lo que decían para ocultar la verdad.
- ¡Catorce! ¡Ramiro Ledesma!
La poca esperanza que pueda haber se desvanece por completo. Junto a Ledesma, nombran a Ramiro Maeztu. El creador de la Hispanidad va a morir con uno “ansioso de valores hispánicos”. Qué mejor forma. Y sale Ramiro, porque ya de nada servía ser Roberto Lanzas, pero a medio camino se da la vuelta. Quiere coger la chaqueta, y no le dejan. Después, en la fila, tiene oportunidad de hablar con Maeztu por última vez, dándose ánimos para permanecer enteros. Ramiro ve el final y lo agradece. Quiere que todo termine cuanto antes, pero no acepta que le vean así, no quiere morir donde ellos decidan y hacerlo obedeciéndoles. Era ya veintinueve y tocaba la hora de la muerte. Les flanqueaban milicianos armados, camino del camión que les trasladaría. De repente, se lanza hacia uno de los milicianos, intentando arrebatarle el fusil.
- ¡A mí me matáis donde yo quiera, no donde vosotros queráis!
Y cayó. El disparo de otro miliciano terminó con su vida en el último arrebato de rabia, bajo un rayo de tremenda voluntad, y su cuerpo se estrelló contra el suelo. No hubo que rematarlo, de su cráneo manaba sangre y ya nada podía hacer. Todo había terminado. Lo recogieron y lo llevaron, con los otros treinta y uno, al cementerio de Aravaca, donde fueron fusilados contra el muro. Allí yace Ramiro, enterrado bajo la tierra de su Patria, como recuerdo perpetuo del fratricidio de 1936 y homenaje a todos los que murieron injustamente.
Al día siguiente, cuando su hermana Trinidad fue a llevarle cosas, le dijeron que estaba en Chinchilla, como a su hermano, cuando fue con un abogado para intentar defenderle en un proceso sin juicio ni acusación alguna.

Tal vez la mejor definición de la muerte de Ramiro la diera Ortega y Gasset, antiguo maestro, cuando se enteró de ella en París: “no han matado a un hombre, han matado a un entendimiento”.

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