Duro camino a la libertad
En los ambientes del exilio en Francia y
América se desconocía la presencia de republicanos en el Gulag. Pero en
otoño de 1946 llegó a París, procedente de los campos, Francisque
Bornet. Este ingeniero francés explicó que en Kazajistán se hallaban
internados casi un centenar de republicanos españoles. La noticia causó
un impacto formidable entre los expatriados, que entre 1947 y 1948
llevaron a cabo una serie de acciones a favor de la liberación de los
cautivos, la “campaña de Karagandá”. La iniciativa correspondió a la
Federación Española de Deportados e Internados Políticos, que
controlaban los anarquistas, y fue secundada por los socialistas y los
republicanos. Pero la campaña renovó las rencillas y divisiones entre
los exiliados, y los comunistas, además, se desligaron de ella. Éstos se
opusieron a la medida tanto a través de su prensa afín como en la
Diputación Permanente de las Cortes republicanas, donde su representante
estigmatizó a los prisioneros como falangistas esbozados, ” espías al
servicio del franquismo”. La etiqueta de “falangistas disfrazados” se
convertirá en un comodín semántico para los comunistas.
Tal vez como consecuencia de la “campaña
de Karagandá”, los soviéticos evaluaron la posibilidad de liberar a los
republicanos y permitirles la salida del país. De hecho, 88 españoles
(24 pilotos, 34 marinos, el maestro Bote y 29 “berlineses”) fueron
conducidos en mayo de 1948 desde Kok-Usek hasta Odesa. Los republicanos
estaban convencidos, por el destino, los rumores y el trato dispensado,
de que era el camino a la libertad. Sin embargo, en la ciudad portuaria
se encontraron con una emboscada: las autoridades les concedían el
derecho a vivir libremente, pero solo a cambio de que permanecieran “de
manera voluntaria” en la URSS. Para ello utilizaron promesas y amenazas,
consiguiendo la fragmentación del grupo.
Los soviéticos les presentaron un
documento que decía: “Por considerar a la URSS a la vanguardia de la paz
y del trabajo, la primera enemiga del franquismo, reinante en España
desde 1936, y por no aceptar la posición desviacionista de pilotos y
marinos, pido se me conceda la libertad de incorporarme al trabajo,
comprometiéndome a luchar siempre por la paz y la democracia soviética”.
Del colectivo, 47 firmaron el documento y otros 41 se negaron. El
episodio fue jaleado por la prensa rusa y los medios prosoviéticos de
Francia, donde se había desarrollado la campaña. Existe información
contrastada para colegir que, esta vez, quienes se opusieron a su
libertad no fueron los soviéticos, sino los dirigentes del PCE en Rusia:
temían que, ya libres, los internados revelaran en Francia y América lo
que sucedía en la URSS, y que con su relato impugnaran la posición
central del PCE en el exilio.
Los que no firmaron en Odesa reiniciaron
su periplo concentracionario en la Rusia europea, campos de Cherepovéts
y Borovichí. En este último se produjeron dos hechos relevantes. El
primero fue la afirmación de las relaciones entre antiguos republicanos y
prisioneros de la División Azul. A pesar de algunos testimonios, es
probable que, más que una coincidencia ideológica, la empatía viniera
anudada por la nostalgia de la tierra y la familia y por un
anticomunismo visceral. Ángel Ruiz Ayúcar, historiador, guardia civil y
divisionario, escribió: “La primera reconciliación entre combatientes de
ambos bandos de nuestra guerra se hizo probablemente en los campos de
concentración soviéticos, unidos en un mismo amor a la Patria lejana y
enfrentado con una misma tiranía”. El segundo acontecimiento reseñable
fue la huelga de hambre de los españoles en 1951, promovida y secundada
sobre todo por los republicanos. Los huelguistas canalizaban un malestar
generalizado, pero contravenían el código de los cautivos: no creer, no
temer y no pedir.
A comienzos de los años cincuenta, la
existencia de los campos se situó en el ojo del huracán: se habían
convertido en deficitarios. La muerte de Stalin en 1953 significó el
principio del fin, y Lavrenti Beria, que había sido su número dos y
responsable del entramado policial soviético, propuso eliminar el
sistema de trabajo forzado. Fue la muerte del tirano, y no las ambiguas y
pusilánimes acciones del franquismo (por lo que respecta a los
divisionarios) o de los partidos y sindicatos del exilio (en cuanto a
los republicanos), lo que posibilitó la libertad de los españoles. Ante
la ausencia de relaciones diplomáticas entre España y la URSS, los rusos
decidieron que se hiciera cargo de la repatriación (aunque fue costeada
por el franquismo) la Cruz Roja francesa.
El 2 de abril de 1954, a las 17.35 horas, atracó en le puerto de Barcelona el buque griego Semíramis. Era
la primera repatriación. Entre los 286 españoles a bordo había 38
republicanos: 12 pilotos, 19 marinos, 3 “berlineses” y 4 “niños de la
guerra”. Según fuentes periodísticas de aquella época, un millón de
barceloneses y españoles venidos de toda Españ recibieron y aclamaron a
los cautivos. Una emoción indescriptible dominaba el puerto y sus
alrededores, pero también menudeaban los guiones de Falange, las
banderas hitlerianas y los cantos patriótico-falangistas.
La dictadura franquista, que apenas se
había interesado por unos hombres que regresaban henchidos de fervor
patriótico, lidiaba con sensaciones contradictorias en torno a un
acontecimiento que alentaba y temía simultáneamente. Lo que menos
necesitaba un pragmático y maestro de la elipsis como Franco -en los
prolegómenos de la entrada de España en la ONU- era que en los países
democráticos reapareciera una imagen de España asociada al saludo
romano, los símbolos fascistas y el relato de una unidad de voluntarios
al servicio de Hitler. Y en este contexto, los antiguos republicanos
-anticomunistas y que “regresaban a la Patria de todos”- fueron
utilizados por el franquismo como símbolo de reconciliación,
especialmente con la prensa extranjera. “El Gobierno no establece
diferencia alguna entre los miembros de la División Azul y los demás
españoles que con ellos vuelven, después de haber luchado en campo
contrario. Sean bienvenidos todos ellos”, declaró el ministro del
Ejército, Agustín Muñoz Grandes (primer jefe de la División, por
cierto), a la revista alemana Der Spiegel.
Aparte de la lógica felicidad de
regresar a casa y reanudar las relaciones familiares, interrumpidas
durante 15 años, desconocemos la miscelánea de emociones y el estado de
ánimo de los antiguos republicanos en aquella tarde barcelonesa y
falangista, pues habían salido de España escuchando el Himno de Riego y regresaban a ella entre cánticos del Cara al Sol.
El resto de los supervivientes del Gulag
retornaron en las repatriaciones masivas de españoles durante la
segunda mitad de los años cincuenta. Unos y otros, víctimas del
estalinismo, se adaptaron sin problema a la España de Franco. Aunque tal
vez su único propósito era olvidarse de casi todo y escanciar la vida
después de tantos años entre alambradas.
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