Los prisioneros
A partir de mayo de 1040, los
divisionarios coincidieron con 34 republicanos en los campos de
Bovoroski y Borovichi, y ya no se separaron. Retornarían a España juntos
a bordo del Semíramis. Pero no todo fueron relaciones fraternales. Hubo
hombres de pasado republicano y desertores de la División Azul, los
“antifascistas”, que trataron duramente a los divisionarios, y ante los
cuales ellos reaccionaron con tirantez y desprecio. Entre ellos, el
comunista Felipa Pulgar y el desertor César Astor se convirtieron en
paradigmas: ostentaron ciertos cargos en los campos de presidio y
chocaron con frecuencia con los “azules”. En 1956, con mbajadores en el
infierno, el cine español reflejaría de manera interesada el drama de
aquellos hombres, que, como sus supeditados, penaban por voluntad de
Moscú.
Entre los episodios chocantes que
vivieron los prisioneros divisionarios, quizá destaquen dos. El primero,
el hecho de que a finales de 1948 algunos fuesen desplazados hasta
Moscú y metidos en el metro, para asombro propio (“Un mundo ensueño”, lo
califica un testimonio) y de los naturales (“Todo el mundo nos
miraba”). Pensaban que iban a ser liberados, pero lo que les esperaba
era más presidio. El segundo: la huelga de hambre que llevaron a cabo en
el campo de Borovichí en abril de 1951, en queja por la falta de
entrega de unos paquetes que entendieron como suyos (los presos
españoles estaban privados de correspondencia). Acabó con la
intervención del Ejército y el enjuiciamiento de los cabecillas de la
rebelión, que recibieron penas de entre 15 y 25 años de presidio,
finalmente no cumplidas. En este trato discriminatorio hay que tener en
cuenta la falta de relaciones diplomáticas regulares entre España y la
URSS.
Gestionar la liberación
En 1946 comenzaron los contactos
hispano-soviéticos que debían materializar el retorno de los prisioneros
de la División Azul. Fue el embajador en Roma, José Antonio Sangróniz,
quien estableció una primera comunicación con vistas a un acuerda
comercial. En noviembre, un empresario catalán recibió una propuesta
para entablar contactos. Franco la aceptó en febrero del año siguiente, y
el Ministerio de Asuntos Exteriores designó a un diplomático que
prestaba sus servicios en la embajada de París, apellidado Terrasa. Por
parte soviética, el elegido fue un antiguo agregado militar, el capitán
Schaerer. Ambos mantuvieron cuatro reuniones en Suiza. No se materializó
un acuerdo porque a finales de marzo Madrid se acogió a los dictados de
la doctrina Truman, que posibilitaría la inserción de España en el
naciente bloque occidental. Moscú negó entonces públicamente que
hubiesen tenido lugar negociaciones. Pero las había habido, y, ya en la
segunda, por iniciativa de Franco y de Luis Carero Blanco, la parte
española había introducido la necesidad de proceder a una repatriación
de los prisioneros.
Pese a la realidad política del momento,
pronto se restablecieron los contactos. Entre agosto de 1949 y enero
del año siguiente hubo un primer acuerdo comercial de la mano de capital
privado español. En él se adjuntó una cláusula para la liberación de
súbditos de ambas nacionalidades. Pero algo debió de fallar, y poco o
nada del aspecto económico del acuerdo se llevó a cabo, a la par que
nada de lo especificado en la cláusula. Hubo que esperar a la muerte de
Stalin en marzo de 1953 y a la caída en julio de Beira, jefe del NKVD,
para que se diesen los primeros pasos. Fue por iniciativa española, a
través de la diplomacia en Suiza. A finales de diciembre, el presidente
de la Cruz Roja francesa recibió un telegrama de su homólogo soviético
informando de que, por decreto del presidente del Sóviet Supremo, 253
españoles habían sido amnistiados. Debía fletar un barco y repatriarlos.
La responsabilidad era mucha, pero Georges Brouardel aceptó.
Se abrió un período de mil gestiones, en
las que intervinieron la Cruz Roja española, la Cruz Roja
Internacional, el ministro español de Asuntos Exteriores, Alberto
Martín-Artajo, su embajador en Atenas, Sebastián Romero, el embajador en
Ankara, Alfonso Fiscowich, y otros muchos. Elegido el barco Semíramis
por Martín-Artajo (pabellón liberiano y 110 dólares por pasaje), se pudo
saber que la entrega se haría en el puerto de Odesa. Fue el 26 de marzo
de 1954. Los liberados serían 286. Debía hacer una escala previa en
Marsella para desembarcar a los republicanos que lo desearon, pero
Madrid ordenó enfilar directamente hacia Barcelona. El viernes 2 de
abril atracaron allí ante la multitud que les esperaba. La tragedia de
aquellos hombres había acabado.
El día después
Hubo siete repatriaciones posteriores
desde la Unión Soviética, con 2.774 españoles, entre diciembre de 1956 y
mayo de 1959. Pero, entre ellos, los retornados de la División Azul
fueron muy pocos. Las seis primeras expediciones llegaron a bordo del
buque Krym (Crimea) al puerto de Castellón o al de Valencia; la séptima,
a bordo del Sergei Ordzhonikidze, al de Almería. Poco se sabe al
respecto, pues un manto de silencio cubrió aquellas repatriaciones, que
estaban integradas fundamentalmente por “desafectos” al régimen.
Por entonces el cine se había ocupado de
los hombres de la División Azul a raíz de su retorno. Precisamente, dos
de las tres películas que trataron de ellos -La espera, de Vicente
Lluch, y la ya citada Embajadores en el infierno, de José María Forqué-
se estrenaron en 1956. También en ese año apareció la novela El
desconocido, de Carmen Kurtz, narración magistral del desvivir de una
pareja tras el retorno de presidio de él, que fue galardonada con el
premio Planeta. Pero aquélla era ya una División Azul de consumo. La
verdadera había vuelto a casa o permanecía en Rusia, fuese bajo las
estepas (unos cinco mil muertos) o intentando rehacer una vida quebrada
por el Gulag.
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